En cada cosa que hacemos, cada palabra que decimos o gesto que mostramos estamos buscando ser aceptados y que se nos tenga en cuenta.
Buscamos el continuo reconocimiento en la pareja, en los amigos, el profesor, en el trabajo, en nuestro padre, madre y hermanos. A veces es un reconocimiento social más amplio en el que no nos importa conocer al otro pero queremos su aplauso o tener miles de «me gusta» en Facebook.
En este querer ser aprobados constantemente, y mejor si es con buena nota, puede suceder que no ocurra. Cuando no se da, nos encontramos con el rechazo y un dolor profundo que va más allá de lo vivido en ese momento. A veces pensamos, ¿por qué me ha dolido tanto que este hombre me dijera que no le gusto? ¿por qué me siento tan frustrada al suspenderse la cena que había preparado para mi amiga? ¿por qué no me han escogido para ese trabajo? ¿por qué ascienden a mi compañero y no a mí?
En ese momento la flecha del «no reconocimiento» va directa al corazón y no pensamos en las circunstancias o en que el otro tiene otras necesidades sino que enseguida pensamos en que no hemos sido la persona elegida porque… «no soy suficiente», «no valgo», «estoy defectuoso», «nunca llegaré a ser nada», «todos son mejores que yo».
Ese rechazo nos lleva a una herida más profunda y antigua que nos conecta con nuestro niño, con la indefensión y vulnerabilidad que pudimos sentir en la infancia y que aún hoy se despierta, aunque tratemos de bloquearla o compensarla con alegría, falsa seguridad y orgullo («ellos se lo pierden»).
En algún momento de nuestra vida esa sensación de rechazo quedó fijada, tal vez porque algún progenitor de forma inconsciente nos trasladó la sensación de no ser suficientes y tener que hacer algo especial para ser queridos. Tal vez porque en su mirada faltó el amor y trasladar el mensaje deseado, un «todo está bien», «tal como eres, eres un ser maravilloso y no has de pretender nada más».
Pero no fue así porque ellos, nuestros referentes, también arrastran esa falta de amor y de reconocimiento. El espejo en el que nos miramos (nuestros padres, abuelos y hermanos) no nos devolvieron la imagen de aprobación esperada. Y así nuestro niño interior sensible, ingenuo, vulnerable quedó dañado.
Ese niño es el que aparece cuando volvemos a sentir esa sensación de desprotección, cuando nosotros mismos dejamos de querernos y esperamos que sean otros quienes nos den el amor que no sabemos darnos. A veces cuando nos ponemos demasiado exigentes con nosotros mismos también exigimos esa mirada de fuera. Y es entonces cuando dejamos de ver, porque solo esperamos que nos miren y que nos reconozcan.
Y te pregunto a ti que esperas el reconocimiento, ¿reconoces a los demás? ¿qué es lo que ves en otras personas? ¿por qué te atraen? ¿existe un amor admirativo hacia tus seres queridos? ¿sigues esperando que sean ellos quienes te admiren?