«Solo aquellos que son como niños, entrarán en el reino de los cielos». Lucas
Nos hicimos adultos y también nos alejamos de la espontaneidad y libertad con la que expresábamos cómo nos sentíamos, de la frescura con la que jugábamos, bailábamos o nos subíamos muy alto (a un árbol, columpio o valla), de la facilidad para decir «me gustas» o «esto no lo quiero», de la flexibilidad con la que íbamos del enfado a la alegría sin quedarnos enganchados a ninguna emoción. Así son los niños, así es el niño que todos llevamos dentro.
Las diversas situaciones, mandatos familiares, consignas educacionales, valores sociales, refranes e ideas que fuimos aprendiendo nos hicieron crecer y también nos alejaron de nuestra niñez.
Empezamos a reprimir esas necesidades, nuestra forma más genuina de expresión y manifestación de lo que somos y sentimos. Y poco a poco dejamos de SER nosotros mismos, de estar en contacto con nuestra ESENCIA pasando a configurar inconscientemente la imagen que se esperaba de nosotros, en la familia con padres y hermanos, entre los amigos, en la escuela y más tarde, en entornos de adultos (trabajo, reuniones, eventos…).
Construimos otra imagen para ser aceptados en todos esos entornos en los que parecíamos desencajar. Entendíamos que algo de lo que estábamos haciendo estaba mal porque ante nuestro comportamiento recibíamos un grito insensible de mamá que nos mandaba callar, el rechazo de papá cuando queríamos un abrazo, una risa jocosa que nos avergonzó, frases que nos fuimos tragando como «eres un inútil para el deporte», «eres el payaso de la familia», «eres una llorona», etc. o gestos no intencionados que asumimos con dolor.
Y así la herida de niño se fue formando. Nuestro niño interior, vulnerable, sensible, ingenuo quedó dañado y de vez en cuando se despierta esa herida porque no hemos sido capaces de llenarla de amor.
¿Qué tipo de amor puede acoger al niño interior herido? El amor que tú le des, la compresión y escucha que desarrolles, la mirada cariñosa ante sus equivocaciones, cuando entra en cólera, se angustia, huye de los demás, ordena y manda, manipula, demanda amor y se enfada si no lo obtiene. Cada uno de nosotros ya somos adultos para poder acoger a ese niño herido que reside en nuestro interior. Solo tú eres capaz de conocer bien a tu niño interior, saber lo que necesita, reconocer sus carencias (de atención, confianza en sí mismo, humildad, comprensión, compasión…) y desde ahí empezar a nutrirlo y alimentarlo.
Date un ratito para pensar en cómo es tu «niño interior», puede ayudarte tomar una foto de cuando tenías, 4, 5 o 6 años, o recordar alguna escena de la infancia en la que puedas conectar con esa niña. ¿Qué imágenes, emociones, pensamientos llegan a ti cuando le miras? ¿Qué te gustaría darle a ese niño que reside en ti? Puede que le reconozcas cuando esperas algo de los demás y no lo consigues, ahí está tu niño interior expresándose. Espera ser recompensado, admirado, querido, abrazado, entendido, escuchado…y todo eso puedes hacerlo tú contigo mismo.
Te propongo durante esta semana observar a tu niño interior, en qué momentos aparece y cómo puedes cuidarlo. Algo sencillo, tal vez sea decirle lo mucho que le quieres, reforzarle con palabras cariñosas, quedarte a su lado unos minutos sin hacer nada, llorar con él, darte un paseo por el parque, subirle a un tobogán para que disfrute… ¡¡siente cómo abrazas a tu niño interior!!