Desde que somos pequeños se nos impide escuchar nuestro cuerpo y darle el permiso de moverse de forma natural. Al bebé naturalmente le apetece gatear, subirse a las mesas, las sillas, saltar, correr, cruzar vallas…meter los dedos en agujeritos, experimentar con las texturas, colores, olores y sabores…
Sin embargo, la mayoría de las veces un adulto interviene cogiendo en brazos, colocándole en un andador o sentándole en una silla. Ante posibles peligro que el adulto «intuye» irá impidiendo que el niño descubra y se mueva espontáneamente.
Y así recibimos una y otra vez mensajes contradictorios entre lo que mi cuerpo quiere hacer y lo que las personas en quienes confiamos nos dicen: «eso no que te quemas», «ahí no que te vas a caer», «en el suelo no te tumbes que está frío», «no te subas que te harás daño». Una y otra vez dejamos de hacer aquello que el cuerpo nos pide para complacer a papá, mamá, la tía o el abuelo que «saben mucho más que nosotros lo que nos viene bien». Y terminamos haciendo lo que ellos quieren porque la supervivencia está en juego.
Al principio será una supervivencia física que pronto se convertirá en una supervivencia emocional, durante la adolescencia. Si soy delgada me aceptan, si visto con esta ropa gustaré más, si llevo el pelo así… y seguimos aceptando esos mensajes que nos separan de nuestro cuerpo real, de lo que deseamos y necesitamos. Hasta que llega un momento en el que desconectamos de nuestras necesidades más genuinas, incluso las fisiológicas (respiración, hambre, sueño, sed, eliminación de desechos, evitación del dolor, etc.). Y empiezan a cobrar importancia la necesidad de reconocimiento y aceptación social, porque no hemos sido capaces de reconocer primero lo nuestro y nos ponemos en manos de los demás. Que sean los demás quienes nos digan lo que tenemos que hacer, decir o sentir.
Y así sucede en los centros de salud, que vamos al médico a que nos diga qué nos pasa, qué sentimos, qué nos tenemos que tomar…porque él sabe mejor que nosotros mismos lo que le pasa a nuestro cuerpo.
Y me pregunto ¿quien mejor que nosotros va a saber lo que nuestro cuerpo necesita? Párate a escuchar lo que te dice, párate cuándo te duela el pecho, la muela o la rodilla…párate y pregunta a tu cuerpo qué está queriendo decirte. La opción de la pastilla está bien pero anestesia el dolor y no te permite ir más allá del síntoma. Si quieres ir a las causas, date tiempo para hacerte preguntas sin tratar de buscar demasiadas respuestas pero tratando de estar contigo y tu cuerpo en cualquiera de sus manifestaciones (dolor, alegría, tensión, pulsión, laxitud, pereza…).